Diana Gutiérrez
Institución
Nuestra relación con ciertos objetos, el cuerpo y las emociones ha estado marcada por lo extraordinario. La magia rige la vida y el pensamiento de innumerables culturas y ha estado unida tanto al ritual como a la ciencia. La magia puede unir o separar. Todo esto lo digo también como una apasionada de los rituales, de la magia y de la Antropología.
La sociedad mexicana parece estar envuelta en magia y misticismo, sólo basta caminar por sus calles para darse cuenta del aire que nos rodea, en la Ciudad de México, y principalmente en las colonias populares, no se puede pasar sin ver en más de una esquina altares o imágenes religiosas que son parte del pensamiento mágico y del imaginario colectivo de nuestra sociedad, y a medida que se recorre la ciudad desde las periferias hasta el centro, nos podemos encontrar con el olor de hierbas ancestrales y las nubes de humo que limpian el cuerpo de penas o embrujos, las danzas y los cantos que también son cómplices de estas sanaciones del cuerpo y el espíritu.
Lo que ofrezco al lector es mi experiencia etnográfica en uno de los lugares más mágicos (desde mi parecer) que se encuentra en las entrañas de la Ciudad de México: el mercado de Sonora. Este mercado tan icónico en nuestro país no sólo es mágico en sí mismo, también es uno de los principales sitios al que recurren todas y todos aquellos que buscan una solución a sus males, una culminación de sus deseos (buenos o malos) o pretenden llamar a la buena fortuna. La etnografía que propongo y la cual utilicé en esta exploración, es una que incluye todos los sentidos, requiere mantenerse alerta y receptiva a todos los estímulos del entorno, pues, si el medio en el que nos movemos es conocido por todo el cuerpo, por qué en la etnografía debería privilegiarse únicamente lo visual.
Esta aventura comenzó como una búsqueda de intereses antropológicos al mismo tiempo que personales. Pues la magia utilizada como método de sanación, me remonta a mis memorias de la infancia. Desde muy pequeña fui tratada de males, que quizá ningún médico pudo haber diagnosticado y que no estoy segura si en realidad los padecí alguna vez, pero tengo recuerdos de haber cruzado umbrales de humo blanco y cortinas oscuras, para llegar hasta los brazos de mujeres fornidas, impregnadas de un olor penetrante que se repetía en cada una de ellas, de estas mujeres que me aliviaban el cuerpo de “golpes” y el alma de “espantos”.
Al llegar al mercado de Sonora encontré familias comprando los adornos navideños que decorarían sus hogares, el ruido apabullante de los comerciantes que intentaban atraer a los clientes, se combinaba con el crujir del celofán de aquellos adornos, pero al adentrarme en él y recorrer sus pasillos los personajes variaban desde las amas de casa que buscaban utensilios artesanales de cocina: plator y jarritos de barro o cucharas y molinillos para el chocolate hechos de madera, eligiendo los disfraces para una fiesta infantil; hasta los turistas curiosos que fotografiaban cada local ante la mirada poco conforme de los vendedores.
El mercado pareciera ser una metáfora de los antiguos mitos, entre más profundo te adentras en él, cosas más místicas, de luz u oscuridad, suceden. Promesas para encontrar o “amarrar” el amor verdadero, propuestas de sanación, premonición de mi futuro y demás “trabajos” por el estilo, llegaron a mis manos -que en un par de ocasiones fueron rozadas levente por quienes ofrecían sus servicios- en forma de volantes y a mis oídos como palabras dulces: “mi niña”, “mi reina”, “bonita”.
Las palabras cálidas y el aroma a esa loción verde con la que me “curaban” cuando niña, que hasta la fecha desconozco su nombre y procedencia, me mantenían en un estado onírico entre la memoria de mi hogar y los pasillos del mercado. Hierbas, lociones, placer, dolor. Leía en voz alta lo que la magia odia ofrecer, pues se anunciaba en carteles de colores. El roce de los cuerpos al transitar los pasillos era inevitable, cuerpo con cuerpo; cuerpo con hierbas; cuerpo y objetos; todos producían calor (energía). Cuando vuelvo al registro sonoro de este recorrido pareciera que todos los sonidos se mezclan en un mismo canal, el cual, inevitablemente, me llevan a concebir la imagen del mercado y su movimiento casi como una danza de todos los cuerpos que lo habitan y lo transitan. Y dentro de toda esta mezcla, vuelvo a la realidad al encontrar mi voz, al escucharme hablando con los comerciantes, y reconocerme como parte de ese lugar aunque sea por un instante.