Edgars Martínez Navarrete[1]
Paradójicamente, el oasis del neoliberalismo latinoamericano hace tres meses que arde en llamas. La evasión al metro que cientos de mujeres que estudian el bachillerato iniciaron aquel 18 de octubre de 2019 en contra del alza de las tarifas en el transporte público no tardó en convertirse en la movilización comunitaria-popular más significativa de la historia reciente de Chile. Han sido millones de chilenxs[2] y mapuche que cotidianamente se organizan en las calles y en los territorios con el fin de enfrentar no tan sólo las medidas emanadas del actual gobierno de derecha presidido por Sebastián Piñera, sino también con la intención de desestabilizar los pilares más significativos del neoliberalismo chileno articulado en la dictadura de Pinochet, amarrado mediante la constitución de 1980 y profundizado sistemáticamente por los gobiernos posteriores que han sostenido la privatización de todos los entramados de la vida social en Chile como la salud, la educación, las pensiones y los recursos naturales, entre otros.
De este modo, pese a que guardan distancias claras, desde la praxis de resistencia se puede hablar de un levantamiento comunitario-popular encarnado por sectores del pueblo chileno y mapuche que buscan día tras día una vida más digna antagonizando la originaria del Estado neoliberal chileno. Estamos frente al estallido de una rebeldía plurinacional desde abajo compuesta por dos movimientos que tácticamente se solidarizan e imbrican para autodefenderse de un enemigo común que busca proteger el modelo.
El retorno del enemigo interno como justificación de la violencia estatal
Lo que parecía ser una acción estudiantil efímera, al poco tiempo se transformó en una protesta regional y, con los días, en una movilización de carácter transversal y plurinacional que puso en jaque al gobierno. En este contexto, marcado por la invocación de un Estado de Emergencia[3] y la inminente salida de los militares a la calle, Sebastián Piñera sostuvo enérgicamente en diversas instancias públicas que el gobierno de turno reconocía la digna lucha de los pueblos chileno y mapuche como una guerra contra un enemigo poderoso, supuestamente organizado por la izquierda latinoamericana para perturbar la seguridad nacional. Así, mediante este discurso se inaugura un ciclo caracterizado por elevadas cifras de criminalización, encarcelamiento y represión a manifestantes, el uso de químicos nocivos para la salud humana —muchos de éstos, según la prensa independiente, empleados en estado de caducidad—,[4] la utilización de armas letales que han ocasionado cientos de lesiones y mutilaciones oculares y, entre otras dinámicas, la aplicación de mecanismos de tortura, persecución, violencia sexual y desaparición típicas de las dictaduras cívico-militares en América Latina. Las consecuencias de este contexto represivo por parte del Estado han dejado, según el Instituto Nacional de Derechos Humanos de Chile, a 2 063 personas heridas por disparos, 405 con lesiones culares y 253 con presencia de contusiones por bombas lacrimógenas.[5]
Evidentemente, con esto se consiguió en términos mediáticos, raciales y biopolíticos el retorno popular del enemigo interno que por muchas décadas estuvo confinando al movimiento mapuche autonomista determinado a recuperar su territorio usurpado. Los costos de tal convicción frente a la criminalización estatal y del gran capital fueron muy elevados para la vida de comuneras y comuneros a lo largo y ancho del wallmapu; decenas de asesinatos a weichave,[6] frecuentes allanamientos a los procesos de resistencia, encarcelamientos sistemáticos y largas huelgas de hambre para frenar la judicialización a través de la Ley Antiterrorista. Con esta reactualización del enemigo interno no tan sólo sobre el mapuche, sino sobre cualquier persona que se manifiesta en contra el sistema, el levantamiento comunitario-popular encuentra una matriz de autoidentificación como oprimidxs por un mismo entramado capitalista, colonial, racista y patriarcal que posibilita una respuesta conjunta.
Prácticas anticoloniales de un levantamiento comunitario-popular
El 29 de octubre en la ciudad de Temuco, corazón del wallmapu, miles de manifestantes decapitaron la estatua de Pedro de Valdivia, protagonista de la conquista española en Chile, y colgaron su cabeza en las manos Kallfülikan, histórico líder de la resistencia mapuche en pleno siglo xvi. Durante las semanas posteriores, fue posible observar esta misma práctica en los distintos espacios públicos que han sido monumentalizados con estatuas de hombres europeos, blancos y aristócratas, íconos de la nación sobre los cuales se constituyó la identidad patria. Quienes protagonizaron la caída de estas estatuas por todo Chile y el wallmapu no fueron tan sólo mapuche, sino también chilenos.
En esta misma lógica, tal proceso de des-monumentalización de los iconos de la memoria histórica colonial,[7] también se expresa en la multitudinaria presencia de la wenufoye[8] en las distintas manifestaciones a nivel nacional. De alguna manera, ésta ha sido una de las banderas más representativas del levantamiento comunitario-popular de octubre. Las razones de tal fenómeno considero que se pueden encontrar en tres elementos interrelacionados: en primer lugar, debido al reconocimiento que realiza el pueblo chileno de la emblemática resistencia que han sostenido las comunidades mapuche frente al agresivo embate del capitalismo neoliberal. De este modo, si bien los orígenes del despojo sobre las tierras mapuche se encuentran a lo largo de la historia —razón por lo que éstos no acusan 30 años de neoliberalismo sino 500 años de violencia colonial— fue en las últimas tres décadas donde el modelo concluyó con la usurpación de las tierras en manos indígenas, cuestión que agudizó el conflicto con el Estado y las transnacionales.
En segundo lugar, considero importante resaltar la correspondencia que existe entre la wenufoye y la autodefensa a través de la acción directa, fenómeno que ha venido cobrando legitimidad en las calles y territorios de Chile y el wallmapu. Concretamente, tal relación se ha expresado con mayor nitidez en la denominada Primera Línea, colectividad diversa conformada por miles de encapuchadxs que tienen la finalidad de proteger las protestas exponiendo su cuerpo frente a la represión policial y militar. La wenufoye en este contexto encarna la utilización de la violencia política como un mecanismo válido para la autodefensa de masas.
Por último, su dilatada presencia, y de otras simbologías mapuche en las marchas, encuentra un fundamento en la identificación que emprenden los sectores populares de la movilización sobre la histórica opresión y criminalización a la que han sido sometidas las comunidades mapuche en resistencia. Es decir, en esta extrapolación del enemigo interno hacia quien se moviliza contra el sistema neoliberal —materializado durante las últimas tres décadas en pu peñi ka pu lamuen —[9] que luchan, también ocurre una amplificación del sentido de pertenencia que desborda las fronteras étnico raciales y se encarna en la autodefensa comunitario-popular.
En estos tres meses de estallido socio-comunitario el movimiento mapuche y chileno han demostrado su capacidad para transformar el modelo neoliberal. Muestra de esto es la apertura democrática que tras semanas de manifestaciones se logró para articular una Convención Constituyente en abril de este año con el fin de cambiar la Constitución pinochetista de 1980. No obstante, aunque es una posibilidad histórica, en ella se marginan explícitamente la participación de pueblos indígenas, la paridad de género e incorpora otros mecanismos viciados políticamente para mantener intacto el orden jurídico. Así, mientras desde arriba sabotean las conquistas sociales, desde abajo las rebeldías plurinacionales siguen abonando la transformación del modelo neoliberal. Con acuerdos o sin acuerdos, el levantamiento comunitario-popular transformó para siempre las subjetividades rebeldes al sur del continente.