Jaime Rivas Castillo
Universidad Don Bosco, El Salvador
En el siguiente aparatado se aborda la inmigración salvadoreña en la región chiapaneca del Soconusco a partir de un estudio etnográfico realizado en dos localidades que destacan en el paisaje regional del sureste mexicano por albergar a una considerable población salvadoreña y centroamericana que llega a ocuparse en distintos ámbitos laborales: Tapachula, cabecera del municipio del mismo nombre, y la localidad de Puerto Madero. Pues bien, los salvadoreños no llegan a quedarse por pura casualidad. El simple argumento de situarse en la ruta hacia el norte del continente es insostenible o, cuando menos, insuficiente. La llegada de decenas de inmigrantes salvadoreños y otros centroamericanos durante las últimas décadas quizás nos esté mostrando que la maximización de utilidades tras un análisis costo-beneficio, uno de los postulados del modelo microeconómico de elección individual, no explique del todo este proceso migratorio particular.
La gente, como lo respalda la evidencia etnográfica recabada, así como la perspectiva teórica desde la cual visualizamos este fenómeno, no emigra sólo por un impulso económico, tras la búsqueda de un empleo o mercados más desarrollados —lo cual reduciría nuestro lente analítico y empobrecería los resultados—, sino que toma decisiones en cuyo proceso intervienen otros elementos que escapan a toda lógica economicista. Más allá de lo meramente económico, un análisis costo-beneficio implicaría también la consideración de otros aspectos, tales como la seguridad en el viaje, la posibilidad de romper o interrumpir temporalmente una relación familiar, la posibilidad de integrarse social y culturalmente a los sitios de destino, entre otros.
Situar la discusión en un sitio (el sureste de México) que durante años se ha visualizado únicamente como de tránsito de migrantes centroamericanos nos obliga a considerar en su justa dimensión la problemática. No puede entenderse lo que sucede en Puerto Madero desvinculándolo de un escenario más amplio que, bajo la noción de sistema migratorio, muestra las interconexiones de contextos sociales que parecieran desvinculados a primera vista. Por otro lado, baste decir aquí que el carácter fronterizo de la región le imprime ciertos elementos que probablemente no ocurrirían en otras regiones mexicanas. Si algo define las trayectorias migratorias de los salvadoreños que han llegado a residir-trabajar en las localidades fronterizas del sur de México es la precariedad. A riesgo de resbalar en generalidades, habría que sostener que buena parte de aquellos inmigrantes describe trayectorias inacabadas, truncadas por los múltiples obstáculos que supone un viaje desprovisto de los recursos sociales y económicos necesarios para alcanzar un mínimo de éxito migratorio. La constante en estos casos parece ser un viaje escasamente planificado, motivado por razones personales y estructurales, entre las que destacan las situaciones de violencia en sus diferentes manifestaciones y la inseguridad, sobre todo la generada por las pandillas o maras. Una consecuencia de esta forma de migración es la entrada en escena de elementos emergentes y contingenciales que acaban definiendo las trayectorias migratorias de la gente. El imaginario socialmente compartido en los lugares de origen contribuye –la mayoría de las veces– a dibujar en el mapa un norte, que tradicionalmente ha correspondido a los Estados Unidos. Sin embargo, el caso de la inmigración salvadoreña en la llamada frontera sur de México permite visualizar que la línea divisoria se ha desplazado muchos más kilómetros al sur. En otras palabras, el norte imaginario, el destino perseguido, se está moviendo hacia la frontera de México con Centroamérica.
¿Qué otra cosa cabría esperar de las profundas fracturas sociales, políticas, económicas, culturales y ambientales prevalecientes en El Salvador, sino la irrupción de lo contingente en los procesos migratorios de la gente que vive y emigra en los márgenes sociales? Cuando las fracturas limitan las opciones de raíz no queda otra que emigrar al margen –bajo la penumbra social–, en el dominio de la opacidad donde incluso lo más elemental, como las identidades, se pone a prueba. Allí, en las orillas, arrojados a los resquicios sociales, los migrantes también despliegan toda una suerte de estrategias, buscando, persiguiendo, negociando, tanteando. Todos son verbos que muestran la acción de la gente, en el ejercicio de sus capacidades de movilizar los limitados recursos que les dejan las variadas rupturas, que actúan como pesados lastres en los procesos migratorios. Son espacios de acción muy limitados, pero existentes; son la condición para que los migrantes introduzcan mejoras en sus vidas. Son, en definitiva, trayectorias fragmentadas, truncadas, suspendidas en el tiempo y el espacio, pero susceptibles de ser modificadas por sus protagonistas.
La gente que emigra con carencias en términos financieros y de una serie de recursos y soportes sociales está expuesta a que lo circunstancial, los elementos emergentes y coyunturales, acaben definiendo sus trayectorias. Acá lo contingente se utiliza en su sentido más amplio y llano: se refiere a la imprevisibilidad y la eventualidad, a que cualquier situación, perniciosa o favorable, pueda presentarse a las personas migrantes durante su viaje o estadía. Tapachula y Puerto Madero aparecen como destinos incluso no deseados, pero preferibles a situaciones intolerables –violencia conyugal, social, violencia generada por pandillas, crisis económica, etc– en las sociedades centroamericanas de origen, marcadas por aquellas fracturas.
El flujo de inmigración salvadoreña en el Soconusco encuentra su base en otros más antiguos, formados por centroamericanos que llegaron a trabajar a la frontera o que huían de los conflictos político-militares en sus países y que terminaron quedándose a vivir en la región. Su dinámica no se explicaría al margen del entramado social, económico y cultural construido durante décadas en el marco de la proximidad entre Chiapas y Centroamérica. En resumidas cuentas, puede sostenerse que pese a encontrar una relativa seguridad y estabilidad en las distintas localidades del Soconusco, los migrantes que han brincado desde las grietas centroamericanas han venido a recalar en espacios sociales que tampoco destacan por tener altos niveles de cohesión, vinculaciones y construcción de capital social entre su gente. Si tomamos como base algunos relatos documentados en las dos localidades, digámoslo y repitámoslo en palabras de un porteño: Puerto Madero se percibe marginada de Tapachula, que a su vez reclama mayor atención de la capital estatal, Tuxtla Gutiérrez, desde donde, finalmente, se nota cierta desatención por parte de los tomadores de decisiones sentados en sus escritorios en la capital del país.