En recuerdo de Guadalupe Rodríguez

Cynthia Hewitt de Alcántara

El Colegio de Jalisco

Conocí a Guadalupe a principios de 2003, en un encuentro no del todo fácil ni para ella ni para mí. Mi esposo, Sergio Alcántara, y yo apenas estábamos regresando a México después de 16 años y no estábamos al tanto de todo lo que pasaba en ese momento dentro de la comunidad académica de Guadalajara. Recibí una llamada de Guadalupe para invitarme a tomar un café en una nevería allí por Terranova y hablar de la situación del campo mexicano. Acepté con mucho gusto porque ella era de las primeras personas que tenía un gesto así. Pero un poco después de encontrarnos en el café me hizo una pregunta directa: quería que le dijera honestamente qué me parecía su trabajo. En ese momento me di cuenta de qué tan alejada había estado yo de los estudios rurales en México, de los años noventa en adelante, y tuve que admitir que no conocía su trabajo. Nos quedamos las dos sin mucho más que decir. El café se enfrió y la conversación también. Era una de esas situaciones incómodas que, al recordarlas después, son materia de bromas.

Pero de allí en adelante Guadalupe empezó a invitarme a participar en todo lo que organizaba o planeaba o debatía. Y nunca más tuve una razón para decir que no sabía qué pasaba con los ganaderos o los pequeños fabricantes de quesos o los tequileros o los productores de frijol o las organizaciones rurales de Jalisco. Con gran generosidad y convicción, Guadalupe nos informaba a Sergio y a mí del progreso de sus investigaciones, de los problemas que surgían durante su trabajo de campo, de las trabas políticas que constantemente dificultaban su labor. Nos puso al día al proporcionarnos información fascinante, y creo que a la vez valoraba nuestros comentarios y sugerencias. Nos convertimos en fieles interlocutores; y con el tiempo —con Constanza de testigo— , casi todos los domingos por la tarde llegamos a tener largas conversaciones que todos gozamos y de las que aprendimos.

Una de las características de Guadalupe que más llegué a admirar fue su fe en el valor del diálogo y del debate en foros públicos. Ahora está de moda hablar del “intelectual público,” un término que se refiere a las personas cuya labor tiene el fin de ser útil para la elaboración de mejores políticas y programas —sean éstos en esferas gubernamentales o civiles—. El término se aplica al pie de la letra a la orientación de Guadalupe. Dedicaba enormes esfuerzos a lo que en la jerga de la evaluación burocrática se llama “divulgación,” pero que en realidad era algo mucho más significativo: desde la planeación de sus estudios hasta la entrega de los resultados, actuaba en colaboración con las familias, los grupos, las organizaciones cuyas situaciones ella trataba de entender. Hacía “investigación participativa” en serio. Y no estoy segura de que entendiéramos bien el desgaste físico que esto implicaba. A veces me cansaba simplemente de escucharla cuando contaba sobre los viajes que estaba haciendo, las conversaciones que llevaba a cabo con un grupo u otro, o sobre la ayuda que estaba organizando en beneficio de familias, ranchos, ejidos o asociaciones de productores.

Yo admiraba también, sobremanera, el intento que hizo Guadalupe para acercarse a cualquier problemática con la mente abierta. Por supuesto, era progresista: quería mejorar la calidad de vida de la mayoría de la población mexicana, tanto en el medio rural como urbano. Y, como acabo de decir, estaba dispuesta a trabajar prodigiosamente hacia ese fin. Pero no era dogmática. No veía el mundo en blanco y negro. Trataba de entender los puntos de vista más disímbolos. Y luego intentaba promover el diálogo. Interactuaba con figuras políticas a nivel estatal y nacional, organizaba reuniones en los congresos estatales y nacionales, fomentaba el diálogo por internet. Asumía la responsabilidad por trabajos de investigación comisionados por la Secretaría de Agricultura, por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (fao) y por asociaciones civiles que asesoraban a las secretarías del gobierno federal. Si hay alguna esperanza de mejorar la calidad de la democracia en México —y creo que sí la hay— ésta se construirá con aportaciones como las de Guadalupe Rodríguez.

Finalmente, los que tuvimos el privilegio de conocerla tuvimos que admirar su enorme valentía (su terca, a veces necia valentía). Guadalupe no se rendía, ni ante los miles de problemas personales que todos tenemos en nuestro tránsito por la vida, ni por los duros problemas físicos y emocionales que sufrió durante estos últimos años. Enfrentaba retos crueles —y vaya que eran crueles— con un valor indomable. El día que cualquiera de nosotros tuviera que hacer frente a semejantes retos, ojalá que pudiera mostrar su entereza.

Éstas eran las cualidades de Guadalupe como persona, como investigadora social y como ciudadana mexicana, que recordaré —que recordaremos— siempre. Además, en un plano más académico, por supuesto había estudios y publicaciones que merecen ser anotados. De los que conozco, quisiera señalar uno que me parece especialmente interesante por varias razones: porque creo que su contenido refleja la evolución del trabajo de investigación de Guadalupe, y por el valor intrínseco de su aportación al conocimiento del sistema alimentario de México. 

Me refiero al libro La paradoja de la calidad: alimentos mexicanos en América del Norte que coordinó Guadalupe, junto con Kirsten Appendini, y que fue publicado por ciesas y El Colegio de México en 2012. El concepto de “calidad” de los alimentos —o de hecho la calidad de cualquier otro bien o servicio— es contencioso. Su significado cambia radicalmente según el lugar y momento en que se elabora, porque refleja los valores que predominan en sociedades o grupos específicos. (Lo que es bueno para unos puede ser malo para otros). Por ende, es un indicador interesantísimo de diferencias culturales —tema central de la antropología—. Además, la manera en que se define la calidad de una cosa suele ser el resultado de juegos de poder, porque los estándares que finalmente se establecen afectan a las personas de manera diferente. De esta forma el tema llama mucho la atención de politólogos y economistas.

Así que la lucha por definir la calidad de alimentos específicos constituye un proceso fundamental dentro de los sistemas agroalimentarios de todo el mundo. La definición que se adopta, que impera en donde sea, determina quién (en una sociedad dada) come qué, bajo cuáles condiciones, y cuáles grupos ganan o pierden a lo largo de la cadena de producción, abasto y comercialización de los bienes que se consuman. Pero a pesar de la centralidad de este tema, no ha recibido la atención que se le debería otorgar. En su libro, Guadalupe y Kirsten hicieron un esfuerzo loable por analizar los elementos culturales, políticos y económicos que inciden en la fijación de los estándares de calidad dentro de diferentes sectores agroalimentarios, nacionales e internacionales. Como sabemos, el interés de Guadalupe en cuestiones de calidad era añejo: desde que salió al campo para estudiar los problemas de los productores artesanales de queso, se topaba con la diferencia entre lo que tradicionalmente se consideraba un buen queso en la dieta popular mexicana, por un lado, y por el otro, lo que había que hacer para cumplir con los requisitos de sanidad que regían en el sector moderno de comercialización. Además, Guadalupe, como otros colegas que trabajan en el medio rural del occidente de México, entendía el papel estratégico que desempeñaba en la industria tequilera de Jalisco el hecho de contar con la certificación de denominación de origen.

En La paradoja de la calidad se integraron una serie de estudios que permitían entender no solamente las pugnas y malentendidos que acompañan la definición de la calidad de ciertos alimentos, sino los juegos de poder que determinan cómo los productores mexicanos logran —o no— participar en el mercado internacional de productos agroalimentarios. El ciesas-Occidente tiene una conocida tradición de investigación sobre los obstáculos que enfrentan importantes sectores de agroexportación de frutas y verduras en la zona. El manipuleo de estándares de calidad constituye un elemento clave en la determinación de su acceso a mercados extranjeros y del precio que logran obtener. Junto con Kirsten, Guadalupe hizo un esfuerzo por agregar a este cúmulo de conocimientos un análisis de la economía política de la fijación de normas agroalimentarias a nivel mundial, recurriendo a los debates que han marcado el establecimiento de acuerdos sobre temas de calidad en organismos internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (fao), la Organización Mundial del Comercio (omc) y la Organización Mundial de la Salud (oms). Es decir, se salió de los parámetros de negociaciones entre gobiernos nacionales (especialmente entre Estados Unidos y México) o entre corporaciones importadoras/exportadoras de ciertos productos, para examinar la batalla sobre normas de calidad a nivel mundial. A la vez, se comisionaron estudios que escaparon del ámbito gubernamental o de los negocios para adentrarse en un área que asume una relevancia cada vez mayor, tanto en la fijación de los estándares como en la verificación de su cumplimiento: se llamó la atención hacia la labor que llevan a cabo ciertas organizaciones no gubernamentales que representan a grupos de consumidoresen países importadores, en donde imperan consideraciones éticas en las decisiones que se toman sobre la compra de alimentos. Estas asociaciones civiles establecen sistemas de certificación privada, con sus respectivos códigos e inspectores de campo —algo que complica todavía más la definición de la calidad de los alimentos en el mercado internacional—. Luego, alejándose más aún de las altas esferas del comercio entre países, las coordinadoras incluyeron en su libro dos estudios fascinantes sobre la fijación de normas alimenticias por parte de pequeños grupos de consumidores cuyas pautas de compra se rigen por sus gustos personales o por su deseo de conocer a los agricultores que les surten de ciertos productos. En Estados Unidos, un número cada vez mayor de familias intentan asegurar la calidad de sus alimentos por medio de los contactos (y contratos) que se hacen con pequeños granjeros de su región. En la medida en que esta tendencia aumente, puede implicar cambios importantes en el funcionamiento de los sistemas alimentarios mayores. Algo parecido ocurre entre comunidades de migrantes mexicanos establecidas al otro lado de la frontera: Max Matus contribuyó con un capítulo en que muestra la importancia del mercado informal de alimentos tradicionales que se envían desde sus lugares de origen en el campo de México a los consumidores paisanos, ansiosos de recibirlos en Estados Unidos. La calidad se define en este caso por el lugar de origen y la procedencia cultural de estos productos y no tiene nada que ver con las reglas formales impuestas por autoridades sanitarias nacionales o internacionales.

En fin, La paradoja de la calidad es un libro que me parece muy útil, una publicación en donde se resumen muchas de las inquietudes de Guadalupe Rodríguez que son dignas de atención por parte de nuevas generaciones de estudiosos del campo mexicano.