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Kristel Garza y Ricardo M. Ramos
Estudiantes de la Maestría en Antropología Social, CIESAS-Unidad Noreste
Introducción
Hace unos años, cuando visité San Pedro Sula, no percibí nada fuera de lo normal. Observaba museos, teatros y edificios altos. Mientras llegaba a esta urbe hondureña reflexionaba sobre que uno no se imagina que se está entrando a la ciudad reconocida como la más violenta del mundo.[1] En esta ciudad el crimen, la pobreza y la violencia parecían invisibles ante la mirada del extraño, pero al parecer están latentes en la vida cotidiana de quienes residen ahí.
El contexto de violencia que permea a Honduras y El Salvador no puede entenderse solamente a través de libros y fechas que han marcado la historia de ambos países; para comprenderlo hay que recurrir también a los relatos de aquellos que migran de sus lugares natales. Los robos y los homicidios; las maras que controlan con terror las urbes de El Salvador, donde puede asesinarse a alguien por vivir en un barrio rival, aunque no esté involucrado en nada ilícito; y los cobros de rentas mensuales por parte de las pandillas hondureñas a personas que emprenden pequeños negocios, son algunas representaciones del imaginario colectivo de algunos hondureños y salvadoreños. Pero también existe el imaginario opuesto, en el que se piensa que el norte ¾sobre todo México, en este momento— es un lugar más tranquilo y con mayores oportunidades de empleo.
Sin embargo, los que vivimos en México —como somos los autores de este escrito— en ocasiones quisiéramos también migrar a algún norte donde no hubiera feminicidios, terrorismo de Estado y cárteles, fosas, masacres de estudiantes, violaciones, robos con ultra violencia, acoso, impunidad, etcétera. En ese sentido, el objetivo de este artículo es caracterizar las contradicciones que se encuentran en el relato y el imaginario de los hondureños y salvadoreños que han abandonado su país, y la forma en que la percepción de la violencia propicia tanto la emigración como la permanencia en nuevo lugar. Para ello, se entrevistó a dos hombres hondureños establecidos en México: uno residente en el Área Metropolitana de Monterrey (AMM) y otro en la Ciudad de México (CDMX). También se realizó una entrevista focal a tres salvadoreños y un hondureño en el Faro de Tláhuac, quienes forman parte de la tercera ola de la caravana migrante de finales de 2018.
Relatos
José es un hombre hondureño de 23 años que ha vivido casi dos años en García, un municipio perteneciente al AMM. José es originario de El Paraíso, un departamento al sur de Honduras que él mismo describe como un lugar tranquilo en donde la violencia no afectaba su vida diaria, sin embargo, no existían oportunidades laborales. Cambiar de residencia a una ciudad de Honduras con mayor oferta laboral implicaba, para él, vivir bajo la amenaza de la delincuencia. Su plan original era llegar a Estados Unidos, pero los altos costos y riesgos de cruzar la frontera lo han atado a la zona metropolitana de Monterrey.
“Me quedé en Monterrey porque me gusta, hay trabajo y no me parece muy peligroso; es tranquilo, no es igual que allá en mi país” (José, Monterrey, 7 de noviembre de 2018).
No obstante, José a la vez describe a la zona de García donde reside como un lugar en el que la violencia está presente y la drogadicción y la delincuencia lo rodean, no percibe que le afecten directamente. Admite que en ocasiones puede ser discriminado por el hecho de ser migrante y que las condiciones bajo las que labora no son del todo justas. José, entonces, ha incurrido en una acción paradójica: no estaba dispuesto a trabajar en Honduras, ya que la consecuencia de ello era vivir en un contexto de violencia, sin embargo, esa es la condición bajo la que vive en García.
Jorge[2] por su parte, es un hondureño de aproximadamente 40 años. Llegó en la Bestia hasta Cuautitlán, México, y actualmente se encuentra establecido en Buena Vista, una colonia de la Ciudad de México. Jorge aún se traslada hacia Cuautitlán Izcalli, lugar donde pide dinero en la calle. Según su testimonio, las extorsiones de las que era víctima en su país propiciaron su migración:
“Tenía un negocio de reciclado y venta de plástico… la extorsión, me estaban cobrando, tenía que dar una plata mensual, amenazaron a mi familia” (Jorge, Estado de México, 25 de noviembre de 2018).
Esta estructura de violencia, según percibe Jorge, lo hizo moverse de su tierra natal. Sin embargo, algo que resulta contradictorio en su relato es la percepción de México como un lugar más seguro donde tiene mayor oportunidad. No piensa trasladarse a Estados Unidos, sino quedarse en la Ciudad de México con tres connacionales suyos, a donde, además, quiere traer a sus hijos y esposa.
La contradicción reside en que Jorge se encuentra pidiendo dinero en uno de los municipios más violentos del país. Desde hace algunos años, los homicidios, robos, secuestros, feminicidios y violaciones se han vuelto el pan de cada día para las personas que habitamos en Cuautitlán Izcalli. Más de un amigo ha muerto en este municipio por disparo de arma de fuego y existen varios grupos del crimen organizado peleándose esta plaza (municipio) y cobrando “rentas” a las pequeñas y medianas empresas.
David, Christian y Eliezar son tres jóvenes provenientes de El Salvador, tienen entre 18 y 20 años. Anthony Enhock es hondureño y tiene 17 años. Todos tienen hijos y dos de ellos viajan con sus esposas. Los cuatro viajan con la tercera ola de la caravana migrante y afirmaron que tomaron la decisión de movilizarse por la violencia y la falta de oportunidades que existen sus países.
David, Christian, Eliezar y Enhock tienen la ilusión de ir a Monterrey, ciudad que perciben como un lugar de muchas oportunidades, tranquila ,y donde tienen redes con amigos y familiares que se encuentran asentados. Los tres primeros creen firmemente que México es un país con menos violencia que sus lugares de origen. Enhok es el único que ha percibido la violencia sistemática de México y, además, ha tenido que dejar en el camino a amigos de Honduras con quienes viajaba por cuestiones de supervivencia.
La contradicción aquí es muy rica y se refleja en el relato de Enhok. También el hecho de viajar en caravana y la decisión de asentarse en Monterrey son estrategias que se llevan a cabo justamente para contrarrestar las condiciones de violencia que se viven en México. Aunque para ellos no está del todo encarnizada la violencia —exceptuando el caso de Enhok— ésta sí está presente como una representación en su manera de conducirse a sí mismos, y también en la forma en que sus mentores (migrantes de mayor experiencia) y el gobierno los conducen.
Conclusión
Estos relatos nos invitan a pensar que la migración de estos hombres parece haber sido propiciada por condiciones de desempleo y violencia. Estos dos elementos dan la impresión de estar ligados, pues pareciera ser que, en sus lugares de origen, el precio que se paga por tener un empleo es vivir bajo un contexto de violencia. Estos hombres centroamericanos tienen el deseo de poder laborar y vivir tranquilamente, sin embargo, terminan asentándose —o buscando asentarse— en zonas de México donde las mismas formas de violencia de las que intentan escapar están presentes.
También son interesantes las estrategias que emplean estas personas para crear redes y métodos de supervivencia que les ayuden a conseguir sus sueños, sus imaginarios; a pesar de las estructuras de violencia que los persiguen desde sus ciudades natales y en las de destino.
Congeniamos en que el imaginario colectivo que tienen los migrantes hondureños y salvadoreños sobre México, al concebirlo como lugar más tranquilo y con mayores oportunidades, supone una idea que transfigura la realidad objetiva y conforma otro plano en el que pareciera que se naturaliza —y desvanece— el contexto social de violencia en el que se encuentran durante su tránsito o asentamiento. Parecen entonces movidos por una fe muy parecida a la que se tiene en Dios, donde no importa el sufrimiento, sino lograr satisfacer esa creencia.
Como antropólogos, encontramos sumamente interesante esta paradoja que se conforma por las percepciones de la violencia que existen en el imaginario de estos migrantes, y consideramos que este aspecto requiere un análisis más profundo para comprender el fenómeno migratorio centroamericano.
[1] San Pedro Sula, Honduras, fue reconocida como la ciudad más violenta del mundo durante cuatro años consecutivos (de 2011 a 2014), de acuerdo con los informes realizados por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal.
[2] Este nombre es un alias, pues la persona entrevistada pidió anonimato.