Sandra Odeth Gerardo Pérez[1]
El 31 de julio de 2019, el cuerpo de Eblin Noel Corea Maradiaga —de 17 años— fue exhumado del panteón de Yarumela, La Paz, Honduras. A petición de su familia, su cuerpo se sometió a un análisis forense para demostrar que había sido asesinado por una bala militar durante una de las jornadas de protesta en contra del gobierno de Juan Orlando Hernández y los paquetes de reforma en materia de educación y salud, que iniciaron en abril de ese año. Durante poco más de un mes, la familia de Eblin durmió en el panteón, cuidando el cuerpo para evitar que se destruyera la evidencia necesaria que demostrara la culpabilidad estatal en el asesinato.[2]
Unos meses antes, el 8 de febrero, el cuerpo de Jorge Alexander, quien aún no cumplía los 17 años, llegó al hangar de carga del aeropuerto de San Pedro Sula, Honduras. Jorge había salido de esa ciudad en octubre de 2018 y fue parte de una nueva etapa en la historia de la migración centroamericana hacia Estados Unidos, al conformar lo que hemos conocido como “caravanas migrantes”. Su cuerpo fue encontrado, con señales de tortura, junto con el de otro hondureño en un callejón de Tijuana el 16 de diciembre. En las primeras declaraciones, autoridades y medios de comunicación mexicanos criminalizaron y estigmatizaron a los dos jóvenes y atribuyeron rápidamente el asesinato a alguno de los dos cárteles de la droga que operan en la región.[3]
Diez años del golpe, diez años de crisis
Eblin y Jorge crecieron en entornos distintos de una misma Honduras, la Honduras del golpe de Estado de 2009. Este suceso inauguró un nuevo ciclo en el proyecto neoliberal que en Centroamérica echó raíces en la década de los ochenta.
En esta última década, el proyecto neoliberal —que ni durante el gobierno de Manuel Zelaya tuvo receso— se afianzó con la implementación de políticas de despojo y explotación, que se tradujeron en una permanente crisis social económica y política. En 2013, la Comisión Económica para América Latina (Cepal) ubicó a Honduras como el país más pobre de América Latina[4] y Dawn Marie Paley (2018: 234)[5] señala que después del golpe de Estado, Honduras se consolidó como el país más desigual de Latinoamérica. A la fecha más de un millón de jóvenes entre 18 y 24 años no tienen oportunidad de estudiar ni de trabajar.[6]
También, después del golpe de Estado Honduras fue escalando peldaños en los rankings de países violentos en América Latina.[7] En la Honduras neoliberal, las violencias que se reflejan en las estadísticas de asesinatos violentos atribuidos a las pandillas y los que fueron perpetrados directamente por agentes estatales —en el marco o no de protestas sociales— son parte de un mismo proceso de estrategias militares justificadas en la lucha contra las drogas y de una pauperización extrema. Esta violencia se tradujo en consecuencias específicas para los jóvenes: el 84% de las muertes violentas son de personas de entre 14 y 35 años[8] y entre 2010 y 2018 fueron asesinados 1 522 estudiantes.[9]
Barricadas y caravanas: encarar al neoliberalismo
Eblin y Jorge Alexander fueron víctimas de distintas modalidades de esa violencia extrema arraigada en Honduras. Ambos fueron asesinados en el marco de dos tipos de protesta/ movimiento social que hizo frente al proyecto neoliberal.
Eblin Noel fue uno de los miles de jóvenes que se sumaron a las protestas y al Paro Nacional encabezados, en un principio, por la Plataforma de Salud y Educación. Los paquetes legislativos impulsados por el Fondo Monetario Internacional orientados a la privatización en materia de salud y educación —aprobados en Honduras en abril de 2019— constituyeron el motivo que llevó a miles de personas a las calles. En un país que ha vivido bajo un régimen dictatorial en la última década —y que ha agudizado sus políticas de despojo y explotación— las movilizaciones pronto agruparon a distintos sectores populares, y la exigencia de derogación de las leyes de privatización se radicalizó con exigencias más profundas al grito de ¡Fuera JOH!,[10] manifestando así el hartazgo ante un sistema que en los últimos 10 años ha mostrado su cara más cruenta.
Ese rechazo explícito a un sistema de muerte se hizo manifiesto también en otra movilización de miles de hondureñas y hondureños, una que transgredió las fronteras del Estado nacional: las caravanas de migrantes. Bastaba escuchar cualquier testimonio para comprender que para muchos (as), la decisión de emigrar llevaba 10 años gestándose, y que para los miles de menores de edad que conformaron este éxodo —como Jorge— dejar Honduras era quizá la única posibilidad de conocer algo distinto a la crisis permanente.
El desplazamiento masivo de miles de hondureños no es algo nuevo. Lo novedoso en octubre de 2018, fue hacer de ese desplazamiento un acto colectivo y voluntariamente visible. Ese acto político encaró los proyectos de muerte de una región entera, en tanto que acuerpó a miles de personas que rechazaron las condiciones de vida impuestas en su país y que hicieron frente al régimen supranacional de control de migraciones.
Lo mismo que en las calles de Honduras, la marcha de hasta 5 000 hondureños en La Caravana, coreaba consignas explícitas contra el gobierno hondureño, pero sobre todo, cada testimonio hacía eco del rechazo popular a la violencia y pobreza enquistadas en Honduras en la última década. En este momento donde el modelo económico ha llevado al límite a las y los hondureños, y en donde las lógicas de gubernamentalidad migratoria se han ido transformando también en prácticas de violencia no monopolizadas por el Estado —como las ejercidas por los grupos aligados al narcotráfico— la decisión de migrar en caravana fue y es en sí misma un acto político de defensa de la vida y el derecho a vivirla dignamente.
El discurso de seguridad y el control del cuerpo social que se rebela
Así como las vidas de Eblin y Jorge formaron parte de un cuerpo social más amplio que se rebeló a la vuelta de tuerca del proyecto neoliberal de Honduras, sus asesinatos dejan ver las lógicas de represión que se anclan en la larga historia de militarización y contrarrevolución en Honduras, a la vez que echan mano también del ejercicio de violencia no monopolizada por el Estado.
En junio de 2019, dos días antes del asesinato de Eblin, una fuerza especial de seguridad pública, los Cobra, se declaró en huelga de fusiles caídos. Sin ellos en las calles, los militares tomaron el control. El 20 de junio se hablaba de víctimas mortales en Tegucigalpa y heridos en el norte del país; hacia la madrugada se confirmó que en la jornada habían sido asesinadas tres personas, una de ellas Eblin, quien fue alcanzado por una bala que el 10 de agosto se comprobó que había sido disparada por un arma de grueso calibre de uso militar.[11]
Las fuerzas del orden en Honduras, que contemplan una policía militar creada después del golpe de Estado, reciben presupuesto —el más alto en Centroamérica—[12] como parte de la estrategia regional de “lucha contra el narcotráfico”. En 10 años, la tradición militar, que en Honduras ha estado ligada desde los años setenta a los proyectos contrainsurgentes de Estados Unidos para Centroamérica, se ha ido amoldando a las exigencias regionales de seguridad y combate al narcotráfico, también impulsadas por dicho país. Estrategias que funcionan a la perfección para la contención social.
La muerte de Jorge Alexander a kilómetros de distancia también está ligada a esa estrategia de seguridad nacional que, paradójicamente, es transfronteriza. Las estrategias de seguridad dictadas desde Estados Unidos, también ayudan a gobernar las migraciones de la región a partir de la militarización que impide el tránsito e incluso, en ocasiones, la salida del país de origen.
Esta vigilancia y persecución en la ruta migratoria tiene como consecuencia directa la clandestinidad de miles de migrantes que se ven empujados a distintos peligros. En el caso mexicano, sobre todo a partir de 2006 con la guerra contra el narcotráfico; la clandestinidad obligada orilló a miles de migrantes a rutas controladas por los cárteles de la droga no desligados de las fuerzas policiales y militares. Esto derivó en desapariciones forzadas, secuestros y asesinatos casi imposibles de contabilizar por esa misma clandestinidad. En ese sentido, las caravanas de las que formó parte Jorge Alexander enfrentaron también estos peligros propios de la movilización en territorio mexicano.
A partir de enero de 2019, la política frente a las caravanas cambió. Si bien las de 2018 no habían encontrado precisamente un tránsito libre, las de enero se enfrentaron a más restricciones, como la expedición limitada de permisos de tránsito, contención en “centros de asilo” que funcionaron como centros de detención y persecución militarizada en varios puntos del territorio mexicano. Al paso de los meses, se firmaron acuerdos entre Estados Unidos, México y los países centroamericanos expulsores que han implicado cada vez una mayor contención estatal de la población migrante.
Si bien Jorge había logrado llegar hasta Tijuana, su asesinato pasó a engrosar las listas de los migrantes asesinados por el narco en México. Su caso tuvo algún eco, como varias de las muertes ocurridas en el contexto de las caravanas, precisamente por la visibilidad que éstas dieron al éxodo hondureño. Sin embargo, al igual que los cuerpos de otros migrantes que logran encontrarse en México, fue devuelto a su país como mercancía y con los sellos de la empresa de paquetería. Ningún Estado, ni el que lo obligó a desplazarse para no ser asesinado en su lugar de origen, ni el que no garantizó su derecho al tránsito seguro, fueron capaces de ofrecer siquiera una disculpa a la familia, mucho menos se han responsabilizado y aún menos han intentado evitar que se repita lo que le sucedió a Jorge.
Hoy, los cuerpos de estos jóvenes están con los suyos, y su memoria ha quedado plasmada en letras, imágenes y recuerdos. Fue el cuidado que su familia y su comunidad tuvieron para con sus cuerpos, lo que permite seguir pensando que el enemigo no ha vencido. El duelo y amor alrededor de ellos ha de quedar como lección de vida.
Al momento de escribir este artículo, una caravana integrada sobre todo por personas de Honduras se resiste a la represión de la Guardia Nacional en la frontera sur de México al grito de ¡Fuera JOH! En ella vienen miles de jóvenes de la edad de Jorge y Eblin que, como ellos, encaran de frente al capitalismo neoliberal y que, como ellos, arriesgan la vida misma para vivir.