¿Cómo evocar una persona inolvidable? (en el marco de otros personajes necesarios y en tiempos también irrepetibles)

 

Teresa Carbó

CIESAS, Ciudad de México

Marzo de 2019

La evocación es casi, per se, una tarea imposible, me temo; un anhelo más que un logro, ni siquiera imaginario. Ocurre, sí, la involuntaria remembranza, la inesperada sensación súbita y vívida (por ejemplo, mientras subo a los cubículos), de que la encontraré de nuevo esa mañana. Le sigue, la hiere y punza, en el instante mismo, la certidumbre de que no; eso ya no ocurrirá. Su ausencia perdurará; eso es lo real.

Sólo unas pocas viñetas, algunos recuerdos personales en el marco de la vida institucional de la (hoy) Unidad Ciudad de México, y nada más puedo ofrecer aquí para quienes la conocimos y la tratamos. Son pequeños episodios de mi vínculo con ella a los que ilumina con especial claridad mi vivencia ‘situacional’, contemporánea al evento, de su infalible bondad, presente, ahí, en ese momento y en ese lugar, activa y viva en la serenidad de su pequeña e inconfundible figura.

“Tómalas y trabaja con ellas como gustes; como lo estás haciendo”, me dijo Luz Elena una mañana en el pasillo del primer piso en Juárez 87. Nuestros cubículos son contiguos, y nos habíamos encontrado allí por casualidad, un poquito a las carreras, sobre todo yo, pues ella llevaba su habitual ritmo apacible, como sin prisa (ni pausa) en sus tantas actividades. Tenía en las manos un fajo de fotos impresas, en color y en blanco y negro, que, me explicó, formaban parte del material del proyecto que en ese momento ella coordinaba y estaba en curso: el Diccionario Histórico de la Educación en México, siglos XIX y XX (2002).

Callada pionera e investigadora concienzuda, como siempre lo fue, había recogido en distintos archivos y repositorios del país un impresionante acervo de fotografías históricas, atinentes al tema del proyecto, que aparecería en formato digital con financiamiento de CONACYT y por medio de la DGSCA (Dirección General de Servicios de Cómputo Académico) de la UNAM. Las imágenes acompañarían los distintos capítulos de la obra.

Aprovecho aquí para subrayar una más de sus notables capacidades: la de crear alianzas, la de sumar personas e instituciones en feliz sinergia, en pro de estudios y proyectos cuya novedad y pertinencia compartía generosamente a colegas y estudiantes de postgrado. Con un grupo amplio de especialistas y expertos, haría esa investigación, que mucho uso ha tenido entre los maestros en servicio (el magisterio: uno de sus objetos – sujetos de estudio a los que más concienzudo y amoroso estudio dedicó), y la publicaría en un CD-ROM, me dijo, modernidad grande todavía en esos tiempos. Lo hizo con su habitual modestia, iluminada por un brillo de picardía en la mirada. No es que no fuera consciente de su capacidad innovadora; es que no la pregonaba ni la presumía. La ponía en práctica y la compartía, con perseverancia y esmero.

Esa mañana pues, y con el cariño leal y bien correspondido que ya para entonces llevaba décadas entre ella y yo, le conté el proceso de tránsito intelectual en mi trayectoria académica en el que estaba (hacía tiempo que no conversábamos). Me descubría a mí misma cada vez más interesada en los textos visuales, fotográficos en particular, mientras exploraba conceptualmente la posibilidad de trasladar ciertas modalidades analíticas, elaboradas y probadas en el tratamiento de los materiales verbales, hacia el espacio de los textos visuales.

Me mostró las imágenes que acababa de imprimir, y las miramos juntas, apoyadas en el barandal del pasillo. Eran fascinantes, y así lo dije. Escuchó con atención y me las puso en las manos (“Tómalas, trabájalas”). Así fue como hice yo mi primera (absoluta primera) publicación en análisis fotográfico: por virtud de su confianza en mí y el consiguiente poderoso impulso que su alegre tranquilidad me infundió. No soy la única en haber gozado de ese don poco frecuente en el medio académico.

Año de 1979, CIS-INAH en Casa Chata. Por invitación de Guillermo (Bonfil Batalla, ¿cuál otro?) fui incorporada al Programa de Evaluación del Impacto de la Educación Bilingüe y Bicultural (1965-1980), coordinado por María Eugenia Vargas (“Nina”, de tan fino trato siempre), una iniciativa inter-institucional muy interesante y novedosa que, con Salomón Nahmad en la Dirección General de Educación Indígena (DGEI-SEP) y con Guillermo en la Dirección del entonces Cisinah (dicho así, de corridito), fue posible diseñar, convenir y realizar.

A finales de 1975, gracias a amigos solidarios, yo había conocido a Guillermo, entonces Director del INAH. Buscaba trabajo, y él me recibió con su cálida cordialidad en una inmensa oficina de la sede del Instituto en la Colonia Roma. Me explicó lo que significaba el próximo fin del sexenio y después de varias penetrantes preguntas, me aconsejó esperar; quizás estudiar algo, añadió. Aseguré que lo haría, y así, entré al Doctorado en Lingüística Hispánica en El Colegio de México. (Los rasgos más decisivos y duraderos de mi vida en México se trazaron entonces, para mi mayor fortuna, veo ahora). Cuando fui “Pasante de doctorado” (una designación hoy obsoleta) por el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios (CELL, Colmex), lo busqué otra vez, como también me lo había ofrecido en aquella primera entrevista.

Me encomendó preparar un proyecto de investigación dentro del marco general del Programa mientras éste era aprobado, y aseguró que si mi proyecto le parecía apropiado, me sumaría. Cumplió su palabra al pie de la letra (Josefina Torres le asistía entonces en la Dirección), pero yo tardé en enterarme, porque tenía cortado el teléfono de la casa (¡!). Sólo una súbita, inesperada visita personal de Gabriela Coronado, con quien apenas nos habíamos visto una vez, me puso al tanto de lo que ocurría, en el límite del plazo. Providencial realmente su entrada a mi vida (por muchas razones).

Entonces: 1979, CIS-INAH en Casa Chata. Incorporada al pionero programa interinstitucional, Víctor Franco (¡otra ausencia tan presente!) me recibió en el amplio cuarto del Programa de Lingüística, dirigido por Katheryn Josserand y Nicholas Hopkins, ausentes a la sazón en una de sus largas temporadas de campo. Víctor movió su mesita, detrás de unas mamparas, y me hizo un lugar a su lado (en esquina, más bien).

Cuando los Hopkins volvieron, me desalojaron de allí sin contemplaciones. La razón aducida fue escueta y burocrática: yo había ingresado a CIS-INAH por vía de otro programa; no ése. Mi tema era la reconstrucción de la imagen discursiva de la población indígena que había sustentado los planes, campañas y programas de atención a los grupos étnicos nacionales, proyecto de investigación que no fue de su agrado, supe después [1].

‘Habitaron’ también Vitrinas, en distintos momentos, Irene Fonte, Frida Villavicencio y Clara Elena Suárez. Ella, que también ya se nos fue (¡ah!), estuvo poco tiempo, antes de que nos desalojaran de Casa Chata para reparaciones del sistema eléctrico. Cuando Luz María Mohar llegó a Vitrinas, introdujo un poco de ornato en ese cuarto austero y algo destartalado. Entre otras cosas, un bello cacharro de barro negro, cuya colocación aceptó cambiar, dada mi queja de que, en posición inclinada, el cacharro ‘me miraba’ cuando yo levantaba la vista de la fabulosa máquina eléctrica Olivetti con las que nos habían dotado poco antes. También esta parte de la historia ‘menuda’ viene a cuento, pienso, como prenda de tiempos anteriores, tan distintos de los actuales individuales cubículos. Había poco espacio y tocaba convivir. Lo hicimos, todos, con alegría, buena voluntad y realismo.

“Vitrinas” fue mi puerto de refugio. Allí trabajaban Luz Elena y Beatriz Calvo, integrantes también del grupo coordinado por Nina Vargas. Ellas me recibieron en ese lugar espacioso y helado, al que se entraba por “Equipales” (actual Sala de lectura de la Biblioteca “Ángel Palerm”), delimitado en su parte posterior por una mampara, mitad madera y mitad vidrio, origen del nombre, según decían, en paso hacia el baño y la casita de don Fernando Urgel, frente al pequeño cubículo de Francois Lartigue (¡tampoco ya con nosotros!) y Juan Briseño.

Las colegas no sólo me abrieron las puertas de Vitrinas: me dieron su apoyo, su alegría, su confianza, y su conocimiento perspicaz del Centro, de sus personajes principales y de sus rasgos más idiosincráticos. Me abrieron los brazos, en suma y nada menos. Estaban ambas muy embarazadas, lo cual no les impedía una libertad de movimientos que hoy encuentro casi alarmante. No logro recordar su ausencia durante una improbable licencia de maternidad (se trabajaba por contrato). Las veo siempre ahí, diligentes y afables, tecleando, haciendo notas o comentando el llamado Programa de Educación Indígena.

En ese tiempo había harta animación y movimiento en la Casa Chata. Éramos muchos: Gabriela Coronado, Roberto Melville, Brígida von Mentz, Elena Azaola, Jorge Alonso, Eduardo Menéndez, Gustavo del Castillo, Leonor (“Nona”) Domínguez, Víctor Franco, Rodrigo de la Torre, Fermín Tapia, Modesta Cruz, Raúl Alavez, Alejandra Cruz, Cleofas Ramírez, Inés Medina, entre otros. También, muy poco después, Patricia Ravelo, Alberto Aziz, Teresa Sierra, María Eugenia Módena, Sergio Lerín, Jesús Manuel Macías, Mariángela Rodríguez y varios más, cuyos nombres no me vienen ahora a la mente, aunque es vivo el eco de esas co-presencias cordiales. El profesor Lawrence Krader había estado como invitado antes de mi llegada; sí me tocó una segunda visita de Dick Papousek. Dirigía Publicaciones Vicky Miret, infatigable y decidida. Lourdes Aguilar, velocísima en la máquina de escribir, siempre con un cigarrillo consumiéndose a su lado en el cenicero, fue para mí una querida compañera de trabajo (competíamos a las carcajadas en el hallazgo de erratas). Vicky Chávez hacía los pagos desde una endeble caseta de madera en el corredor.

Allí, y en esos años, Luz Elena me introdujo a los secretos del oficio de historiar. Cuanto sé de eso (poco sin duda aunque de inmensa utilidad me ha sido), de ella lo aprendí. Con su gentileza habitual me enseñó la llegada misma a los archivos, la diplomacia requerida con los ‘guardianes’ de los acervos, desordenados y descuidados por lo general en ese tiempo, el modo de pedirles temas y asuntos, la manera de registrar los hallazgos, el manejo físico de los documentos, de las fotocopias, de la dobles o triples entradas que muchos textos necesitaban, la elaboración de guías de archivo, y la felicidad de ir descubriendo que los asuntos ‘cuadraban’, que tejían coincidencias y/o contradicciones significativas y elocuentes. Un mundo en una manera de trabajar. Un don para la vida.

Juntas y por su iniciativa, publicamos en 1981 un Cuaderno de Trabajo (aún en tamaño carta): De la Cámara de Diputados a San Lorenzo Tlacotepec (Materiales para una historia de la educación indígena en México, 1921-1980), con las guías de archivo de nuestros respectivos proyectos. Ésa fue mi primera (absoluta primera) publicación en el Centro, un hito como el que antes evoqué, aunque entonces pareció cosa sencilla, de poca densidad vital.

Muy pronto Luz Elena me enseñó otras cosas, no sólo de investigación. Me dio el ejemplo de su participación comprometida con las tribulaciones colectivas que nos afligieron a la partida de Guillermo como Director General y el arribo de Henrique González Casanova al nuevo Centro: CIESAS. Luz Elena Galván no sólo fue, en un ciclo posterior (1984-1985), Secretaria General del Sindicato que entonces formamos (SUTCIESAS), sino que durante la resistencia más aguda participó regularmente en las asambleas interminables. Sus dos hijas -preciosas niñas en delicados vestiditos- llegaron alguna vez a arrojar puñados de pequeños volantes de protesta (‘mariposas’) a las puertas herméticas del entonces Director. Siempre en Luce fueron notables la discreción y la prudencia, junto a una defensa firme y articulada de sus convicciones y derechos. Menuda lección, conmovedor y duradero legado.

Año de 2005. Cito de un folder de mediano tamaño que apareció en la revisión y retiro de papeles y libros de Luz Elena del cubículo que compartía con Beatriz Calvo en Juárez 87.

 

Reflexiones y conclusiones del Foro Académico “Diálogos interdisciplinarios, debates contemporáneos en CIESAS D.F”.

“Durante el mes de mayo (…) se realizó el Foro (…), convocado por los entonces consejeros técnicos de esta Unidad: Antonio Escobar, Luz Elena Galván, Teresa Carbó, Carmen Icazuriaga y Aída Hernández, con el apoyo de Teresa Sierra y Daniela Spenser. El Foro tuvo el objetivo de re-conocernos como comunidad académica con miras a establecer nuevos vínculos de trabajo y/o colaboración entre los integrantes de las distintas líneas de investigación. Esta iniciativa surgió a raíz de que en el marco de las actividades de Planeación, Programación y Presupuesto (PPP) se habló de una posible re-estructuración del CIESAS México, que actualmente se encuentra organizado en cinco áreas, de las que somos representantes los organizadores de este evento. La comunidad académica se encuentra dividida en torno a la pertinencia o no de re-estructurar dichas áreas; el tema se ha discutido dentro de las mismas sin haberse llegado a ningún consenso al respecto. (…)”

De un correo electrónico (29/03/2005) de Aída Hernández, coordinadora del evento, cito esta apelación a participar: “Sabemos que todos y todas estamos involucrados en múltiples actividades académicas que nos dejan poco tiempo para este tipo de actividades académicas internas, pero queremos conminarlos a que abran un espacio en sus apretadas agendas para que podamos escucharnos entre nosotros mismos y participar en la consolidación de nuestra comunidad académica como CIESAS-DF. (…)”

Se invitaba a ponencias “libres” (sin documentos escritos) a fin de que el Foro no representara “una carga extra de trabajo para los participantes”. Los ejes: “1. ¿Cuáles son las principales líneas de investigación que ha venido desarrollando en relación al tema de su mesa?; 2. ¿Cuál es su aproximación metodológica?; 3. ¿Con qué otros debates teóricos y metodológicos de los desarrollados en CIESAS se vincula su trabajo?”(Correo de Aída Hernández 20/04/2005).

Las mesas de trabajo fueron seis: 1. Repensar la nación desde la diversidad: identidades culturales, globalización y ciudadanía (coordinadora, Teresa Sierra); 2. Estudios de género en el CIESAS (coordinadora, Aída Hernández); 3. Lecturas hermenéuticas de testimonios públicos y privados, ayer y hoy (coordinadoras, Teresa Carbó y Luz Elena Galván); 4. Lo imaginario o lo real: construcción de espacios a través de los recursos naturales (coordinador, Antonio Escobar); 5. Distintos acercamientos a la desigualdad y la pobreza (coordinadora, Carmen Icazuriaga); 6. Estado, cultura y política (coordinadora, Daniela Spenser).

En la Mesa 3, de raro nombre como varios colegas observaron burlonamente, participaron América Molina, Clara Elena Suárez, Cecilia Rossell, Manuel Herman, Margarita Estrada, Yolanda Montiel, Ricardo Pérez-Montfort y Frida Villavicencio; también Luce y yo. El diálogo posterior contuvo valiosos comentarios de Francois Lartigue, Aída Hernández, Roberto Melville, Virginia García Acosta y Brígida von Mentz. (Notas, que registran también esto: “Al terminar, comimos (algunos) en el jardín con gran alegría y una marcada sensación de sorpresa y de reencuentro al mismo tiempo.”)

Vuelvo al documento de Reflexiones y conclusiones: “El objetivo del Foro se cumplió sólo parcialmente, pues del mismo no salieron propuestas para re-estructurar el CIESAS-DF y el debate se centró sobre todo en los temas teóricos y de investigación que nos preocupan. (…) Los debates (…) pusieron una vez más en evidencia el carácter multidisciplinario del CIESAS y la diversidad de temas que se trabajan desde la antropología, la historia, la lingüística, las ciencias políticas y la sociología. Fue evidente también la tendencia al trabajo individual en la investigación y la poca vinculación entre investigación y docencia.”

Hay más material que no puedo seguir citando. Los textos están disponibles si alguien desea consultarlos. Testimonian con nitidez conmovedora hasta qué punto los tiempos institucionales, presupuestales e interaccionales ya habían cambiado para entonces. Lo harían más todavía, con creciente premura y presión. También las dinámicas internas eran otras. El proceso es de todos conocidos, y no precisa presentarse aquí.

Entre Luz Elena y yo hubo en los siguientes años un re-acercamiento personal, hondamente afectuoso en los afanes de un ciclo vital diferente. Ya no éramos jóvenes madres atareadas y enérgicas. No: empezábamos a ser abuelas y lo que se conoce como investigadoras ‘consolidadas’. Nuestra forma de mirar y “quien mira, el investigador como actor” (von Mentz, en el diálogo antes referido) estaban por entero en otro lugar.

Disfruté también en ese ciclo el don precioso de su cariño, de sus consejos, agudos y leves al mismo tiempo, de su discreta, alerta escucha. Creo haber podido acompañarla algo en el dolor inconsolable que vivió hace poco más de tres años. Pienso que tampoco ella, con su sabiduría emocional, imaginaba la índole y hondura de lo que se siente por los nietos. Son nuestras raíces de amor hacia el futuro desde vidas imperfectas aunque auténticas, en las que una porción muy importante de la energía fue destinada al intento de mejorar este mundo con base en investigaciones rigurosas y descripciones veraces de los muchos males que lo acosan hoy y ayer. Ojalá no mañana.

Gracias Luz Elena por tantos dones en el curso de una vida que resulta breve por todo lo más que hubieras seguido dando. Sin embargo, es una vida duradera: en tu experta obra escrita y, sobre todo, en las enseñanzas a los más jóvenes (de contenidos y de conductas) que siempre diste con generosidad constante. Esas semillas fructificarán, siento la clara confianza, junto con la tristeza enorme de que ya no estés aquí. Gracias otra vez. Adiós.

Nota del editor: redacción original del documento.


[1] Supe eso y mucho más, por boca de Nicholas, en una conversación apacible y casi melancólica que tuvimos él y yo en Vitrinas, cuando ellos se estaban yendo definitivamente del Centro. Mi tema no condecía, según dijo, con las referencias muy positivas con las que había respondido a sus averiguaciones sobre mi potencial como lingüista nada menos que el doctor Jorge Suárez, incomparable maestro de lingüística descriptiva en mi generación del doctorado. Admitiré que esta anécdota personal (bastante impresentable por auto-elogiosa), cuya inclusión ruego comprender, me honra y me reconforta cada vez que la recuerdo. Aquí, proporciona el marco micro, nano histórico (sorpresivo, traumático y doloroso, cercano al tenor de la vivencia del exilio, en otra escala y con muy distintas consecuencias) en el que recibí la invitación de Luz Elena y Beatriz. Explica (aunque sólo en parte) la intensidad de mi gratitud.