Aída Hernández Castillo
CIESAS Ciudad de México
El pueblo de San Andrés Hueyapan, en el municipio de Tetela del Volcán, fue uno de los pueblos de Morelos más afectados por el sismo del pasado 19 de septiembre. Este pueblo náhuatl se ubica a las faldas el volcán Popocatepl, por lo que sus seis mil 478 habitantes se habían preparado para una posible erupción, conocían las rutas de evacuación, estaban familiarizados con los colores de las distintas alertas y vivían en una convivencia tensa pero armónica con Don Goyo, como se le conoce localmente al volcán. Sin embargo, cuando la tierra se cimbró con un sismo de 7.1 en la escala de Richter, derrumbando el palacio municipal, la mitad del templo dominico, y afectando al 90% de las casas del pueblo, los habitantes tuvieron que recurrir a la organización comunitaria para enfrentar el desastre.
De un día al otro unas trescientas familias perdieron la totalidad de sus casas, sobre todo la población más pobre que tenía casas de adobe, y cientos más tuvieron que abandonar sus hogares por derrumbes parciales. El párroco del pueblo, Martín Paredes Apolinar oficiaba una misa de cuerpo presente, cuando empezó a temblar y cúpula principal se derrumbó cayendo encima de ataúd. El Ex Convento de Santo Domingo de Guzmán, fundado en 1539 y declarado Patrimonio de la Humanidad en 1994, quedó en ruinas. El “Nicho de Hueyapan” escultura de arte sacro de una sola pieza, labrada en madera por el artista Higinio López hace trescientos años, que es orgullo de la población quedó enterrado debajo de los escombros y no hubo manera de sacarlo si ponerse en riesgo. Casi milagrosamente todos los feligreses lograron desalojar el templo antes de que su bóveda central, los arcos y sus dos cúpulas se derrumbaran. Lamentando las pérdidas, pero a la vez dando gracias por la vida, los habitantes comentan con un dejo de humor: el Hueyapan el único muerto, fue el difunto que estaba en el templo.
La respuesta comunitaria fue inmediata, se convocó a Asamblea y se delegó a la Guardia Comunitaria Indígena conocida como Los Tigres, la organización de la población y de los cientos de brigadistas del país que empezaron a llegar al día siguiente del sismo. A Jorge Enrique Pérez, el Tigre 12 se le dio el cargo de vocero, para evitar la desinformación y fue el quien con orgullo me contó como la emergencia ha sido enfrentada exclusivamente con los recursos comunitarios, ni el ejército ni la Cruz Roja han llegado apoyar. Los Tigres recuperan la historia de las rondas comunitarias y las formas organizativas indígenas me dice, y nombra el artículo segundo constitucional que reconoce los derechos de los pueblos indígenas, para legitimar la existencia de la guardia comunitaria que crearon desde octubre del 2014 ante la inseguridad que empezaba a imperar en la región. Don Jorge, conoce las experiencias organizativas de otros pueblos indígenas como la Policía Comunitaria de Guerrero, y las regiones autónomas zapatistas, me aclara que ellos aún no hacen justicia, solo cumplen el papel de seguridad. Ahora han asumido las responsabilidades que les delegó la Asamblea Comunitaria para coordinar el apoyo ante el desastre y la reconstrucción posterior.
Este pueblo náhuatl es famoso entre los antropólogos por la polémica etnografía escrita en 1975 y re-editada en el 2006 por Judith Friedlander y Ser indio otra vez en Hueyapan: Un Estudio de Identidad Forzada en el México Contemporáneo en donde la autora nos contaba que la indianidad en ese pueblo era una identidad forzada promovida por el Estado a través de las misiones culturales y la escuela pública y reproducida por lo que ella calificaba como algunos “extremistas culturales”. Según este estudio, que se convirtió en una etnografía “clásica” sobre los pueblos de Morelos, los habitantes de Hueyapan consideraban la identidad indígena como un estigma, se trataba de una identidad negativa que se definía en base a lo que no se tenía: pobreza, educación, manejo del castellano. Por lo mismo, los campesinos descritos por Friedlander lo menos que querían era ser considerados indígenas.
La publicación en español de este libro en 1978 por parte del Fondo de Cultura Económica, generó una polémica en la academia mexicana en la que participó Rodolfo Stavenhagen a través de un texto publicado en la revista Nexos, en el que cuestiona el análisis de la identidad cultural que hace la antropóloga estadounidense señalando que usar un término tan cargado de racismo como el de “indio” en sus preguntas, era el equivalente a preguntarle a un afroamericano si se consideraba “nigger” y a partir de su respuesta afirmar la inexistencia de una identidad colectiva. Cuestionando tanto la metodología como las premisas analíticas de la antropóloga norteamericana, Stavenhagen señalaba: “Todo estudiante de primer año de antropología aprende que las respuestas de sus informantes están condicionadas por las preguntas que se les hacen y como se les hacen, y que los resultados de una investigación dependen en gran medida de los planteamientos iniciales. Ms. Friedlander vino a México buscando una ficticia identidad india y encontró que aquí hasta la palabra indio es un invento del colonizador. Desde luego, no halló lo que pensaba encontrar. Pero no fue más allá para indagar en qué consiste y qué significado tiene una identidad étnica que hasta ahora, salvo raras excepciones, se manifiesta exclusivamente a nivel local o regional respondiendo a necesidades culturales de los múltiples grupos indígenas que conforman la nación y a quienes sólo los forasteros (incluyendo los antropólogos) agrupan bajo el término generalizador y a fin de cuentas discriminatorio de “indios”. (ver http://www.nexos.com.mx/?p=3198).
Cuarenta años más tarde, no parecen cumplirse los pronósticos de Friedlander, que afirmaba que los habitantes de Hueyapan “deseaban cuanto antes olvidarse de sus raíces indígenas. Ante el sismo que ha azotado a la región y puesto en peligro la vida de sus habitantes, la comunidad ha respondido haciendo uso de lo que consideran sus estructuras comunitarias indígenas, reivindicando su identidad náhuatl.
Han sido ellos quienes han coordinado a los cientos de jóvenes brigadistas llegados de todo el país: médicos, ingenieros, arquitectos, son organizados en brigadas por los Tigres y enviados a los hogares que necesitan de su ayuda. El pueblo que parecía estar siendo rebasado por la solidaridad nacional que empezó a llegar en autobuses estudiantiles, automóviles familiares, con una urgencia de ayudar, tomó las riendas de la organización y creo una coordinación central en donde las brigadas deben registrarse. Las familias del pueblo reportan sus necesidades, y las donaciones se distribuyen de acuerdo a tres niveles de afectaciones. La Guardia Comunitaria Indígena, con sus radios en mano dirige el tráfico, acompaña a los brigadistas a las casas en donde pueden apoyar a sacar escombros, a dar consulta médica o valorar las afectaciones de un inmueble. Son ellos, junto con los otros comités comunitarios, los que coordinan y alimentan a sus “huéspedes solidarios”.
En la cancha de basket ball, en la explanada que está en el centro del pueblo, frente al derruido Palacio Municipal, y en la escuela primaria Carlos A. Carrillo, se han habilitado comedores y centros de acopio. Mujeres de todas las edades, apoyadas por jóvenes locales y brigadistas hacen turnos para cocinar y clasificar víveres y ropa. Hasta la familias más afectadas participan en las tareas comunitarias, unos ponen su trabajo, otros el poco maíz que tenían guardado, o los aguacates que acaban de cosechar de la huerta. Juntando lo que ha llegado de las donaciones y lo que aportan los pobladores, en la primera semana después del sismo, se cocinó para un promedio de mil brigadistas diarios.
Para muchos estudiantes de la ciudad de México, se trata de la primera vez que visitan la zona y después de la desolación de ver tantas casas derruidas en su totalidad, sigue la euforia se sentirse integrados en un esfuerzo colectivo, de ser parte de una comunidad que literalmente se levanta de entre los escombros. Los jóvenes universitarios están poniendo su cuerpo y su corazón en este apoyo solidario. y están recibiendo lecciones de cultura cívica y organización política que van a marcar sus vidas.
[*] Una versión de este artículo fue publicada en La Jornada el 28 de septiembre del 2017.